El elogio de la sombra

El elogio de la sombra se escribió en el año 1933, en el Japón del periodo Showa. Su autor, Junichirô Tanizaki, fue un reconocido esteta y un gran defensor de la cultura japonesa, en un momento en que su país vivía de cara a Occidente y lo japonés era considerado obsoleto y provinciano.

Este libro fue escrito con la intención de revalorizar el complejísimo sistema estético tradicional japonés que era, en muchos sentidos, la antítesis del ideal de belleza occidental.

Actualmente estos textos nos dan las claves y nos ayudan a entender, aún hoy, la forma de hacer del Japón tradicional.

Buscando crear una iluminación especial para nuestras fotos que evocara un ambiente sereno y acogedor, nos encontramos ante el reto de reproducir la luz del interior de las casas tradicionales japonesas, iluminadas sólo con una vela y el reflejo de esta, magnificado por los biombos dorados que proporcionaban una luz profunda, tenue, crepuscular…

Así que nos hicimos con la parte superior de un viejo escritorio que andaba por casa y, como el trabajo con las finísimas láminas de pan de oro exige una técnica muy depurada, le aplicamos un par de capas de pintura dorada de calidad, de la usada en restauración y así tuvimos nuestro biombo dorado particular que, aunque muy lejos de aquellas obras de arte japonesas, sirve para potenciar los reflejos y para conseguir esa luz tímida que estábamos buscando.

Transcribiremos ahora un fragmento de la obra de Tanizaki donde habla en detalle a propósito de este tipo de luz.

“Diríjanse ahora a la estancia más apartada, al fondo de alguna de esas dilatadas construcciones; los tabiques móviles y los biombos dorados, colocados en una oscuridad que ninguna luz exterior consigue traspasar nunca, captan la más extrema claridad del lejano jardín, del que le separan no sé cuántas salas: ¿No han percibido nunca sus reflejos, tan irreales como un sueño? Dichos reflejos, parecidos a una línea del horizonte crepuscular difunden en la penumbra ambiental una pálida luz dorada, y dudo que en ningún otro sitio pueda el oro tener una belleza más sobrecogedora.

Algunas veces, al pasar por delante, me he vuelto para mirarlos de nuevo una y otra vez; pues bien, a medida que la visión perpendicular va dando paso a la visión lateral, la superficie del papel dorado se pone a emitir una suave y misteriosa irradiación. No es un centelleo rápido, sino más bien una luz intermitente y nítida, algo así como la de un gigante cuya faz cambiara de color. A veces, el polvo de oro que hasta entonces sólo tenía un reflejo atenuado, como adormecido, justo cuando pasas a su lado se ilumina súbitamente con una llamarada y te preguntas, atónito, cómo se ha podido condensar tanta luz en un lugar tan oscuro.

Ahí es donde comprendí por primera vez las razones que tenían los antiguos para cubrir con oro las estatuas de sus budas y por qué se chapaban con oro las paredes de las habitaciones donde vivían las personas de categoría. Nuestros contemporáneos, que viven en casas claras, desconocen la belleza del oro. Pero nuestros antepasados, que vivían en mansiones oscuras, experimentaban la fascinación de ese espléndido color pero también conocían sus virtudes prácticas. Porque en aquellas residencias pobremente iluminadas, el oro desempeñaba el papel de un reflector. En otras palabras, el uso que se hacía del oro laminado o molido no era un lujo vano, sino que, merced a la razonable utilización de sus propiedades reflectantes, contribuía a dar todavía más luz. Si se admite esto se comprenderá el extraordinario favor de que gozaba el oro: mientras que el brillo de la plata y de los demás metales se apaga muy deprisa, el oro en cambio ilumina indefinidamente la penumbra interior sin perder nada de su brillo.

Anteriormente me refería al hecho de que las lacas decoradas con oro molido estaban hechas para ser vistas en lugares oscuros; esto no sólo no es válido para las lacas: si en los tejidos antiguos se usaban con profusión hilos de oro y de plata, es evidente que se hacía por la misma razón. El mejor ejemplo es la estola de brocado que los monjes llevan alrededor del cuello. En la actualidad, los edificios religiosos de las ciudades son en su mayor parte edificios claros, hechos para atraer una masa de fieles; en ellos, esas estolas parecen inútilmente llamativas y no inspiran demasiado respeto aunque estén sobre el cuello del más digno prelado; pero cuando esos mismo religiosos, sentados en fila, celebran un oficio de la liturgia antigua en algún monasterio histórico, te ves obligado a admirar la armonía entre la piel arrugada de los viejos monjes, el centelleo de las lámparas ante las estatuas de los budas y la textura de estos brocados, y aprecias hasta qué punto ha aumentado la solemnidad del acto; porque como ocurre con las lacas doradas, la mayor parte de los dibujos tornasolados del tejido desaparece en la sombra, pues los hilos de oro y de plata sólo de vez en cuando lanzan un breve destello.”